Lo que me separa de mí mismo

Sigo, estimado lector, con la historia de mi vida, sus acontecimientos más sobresalientes y las implicaciones últimas en mi ánimo.

La partida definitiva de mi papá, el 26/09/1988 cuando yo tenía 23años y el encuentro con el brillante Arco Iris de 180°, el 28/10/2006 cuando tenía 41años, no parecían estar relacionados entre sí, menos aún por el transcurrir del tiempo que separaba cada uno de dichos eventos.

Vivía en Bogotá, cuando sucedió lo primero y, vivía en Madrid cuando ocurrió el segundo acontecimiento. Para el primero de los hechos no estaba preparado y para el segundo no necesitaba preparación. Además, mis edades eran muy diferentes en ambos casos y, con ellas, mi forma de ver y entender la vida también.

Pero el hilo de Ariadna, como se los mencioné días atrás en otro escrito, une en un solo tejido cada uno de los acontecimientos que nos ocurren hasta permitirnos ver el paisaje de fondo que nutre nuestra existencia.

En 1988 creí perder a “mi padre”, como si de una posesión personal se tratase y de forma desgarradora; en cambio, en el 2006, la imagen de un arco iris, como no había logrado verlo en años anteriores, me significaba una breve sonrisa pasajera y, en medio de la azorada vida madrileña, donde todo acontece de manera muy vertiginosa.

Fue la velada con mis amigos, la exquisita cena y el regalo de la agenda, con la oportunidad de volver a escribir mis sucesos, lo que hicieron que el “hilo” se manifestara ante mí, dejando una estela de asombro que me posibilitaba discernir más allá de la eventualidad.

Con la muerte de mi papá había dejado de escribir. Era algo que el dolor me había hecho olvidar, separándome de mí mismo, ya que de pequeño mi mayor gozo giraba en torno al hecho de plasmar, en letras, en todo tipo de cuadernos y agendas que hacían las veces de diarios, la cotidianeidad que me sorprendía a cada momento.

Después de 18años llegaba a mis manos una “paperblanks”, con la portada del evangelio de san Lucas, mi preferido por ser llamado el evangelista de la alegría y, previo el asombro de la visión del Arco Iris.

Lo que la muerte parecía haberme arrebatado en un solo instante, una parte de mí, el espectro de los 7 colores me lo retornaba, también en unos pocos segundos, para que no renunciara más a esa pasión de la escritura.

Por ese motivo y desde la distancia del observador agudo es que me pude preguntar:

 ¿Acaso sería un mensaje de mi papá? Él siempre me había patrocinado en todo momento e incluso me había regalado el pequeño Larousse, con una dedicatoria firmada en 1976, cuando me lancé a la loca empresa de leer la Divina Comedia, con tan sólo 9 años.

¿Sería esa escasa lluvia que cayó, en la tarde soleada de otoño, de ese 28 de octubre, un mensaje para mí desde el bardo?

Sí, ¿hablo de ese lugar que los budistas describen y donde mi papá junto con la divinidad, en forma previa a su llegada como persona, habrían decidido el tiempo de su estancia o paso por este bello planeta?

Darle cabida a esa pregunta, cambiaba de repente la historia de mi vida, radicalmente en un par de segundos, porque a mí, entonces, no me había sido arrebatado nada y lo que debía suceder, efectivamente, había ocurrido más allá de mi comprensión y capacidad de aceptación.

Así las cosas, el sufrimiento que la pérdida me causaba junto con la sensación de abandono que ya me venía de antes de nacer, porque no dejaron ingresar a mi papá a presenciar el parto, quedaban sin soporte alguno y, los muros de protección del edificio de mi personalidad, levantados por mis miedos a lo desconocido, se derrumbaban en segundos, simulando una escena de película estadounidense con una gran implosión.

Lo interpretado por mi cerebro bajo el término “realidad”, es decir una línea de 18 años de mi vida, desaparecían sin permitirme reaccionar siquiera. La imagen esperanzadora que la Moncloa con su faro y arco de triunfo le ofrecían a ese brillante arco iris de 180°, significaban la apertura a un portal, donde lo finito ya no podría volver a limitar mi imaginación y mucho menos la conexión con todo lo creado.

Mi sombra, la que formé ese aciago 26 de septiembre de 1988, quedaba trascendida y superada al descargarse esas pequeñas nubes grises de ese 28 de octubre del 2006, cuando el sol con su incondicional luz, traspasó las gotas de agua suspendidas en el ambiente de Madrid y como si del arribo de Noé a tierra firme se tratara, despejó todo augurio de tempestad y peligro. Yo había sido el causante de mi extravío y el único responsable de la separación de mí mismo.

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